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Un expreso del futuro
-Ande con cuidado- gritó mi guía-. ¡Hay un escalón! Entré en una amplia habitación, iluminada por reflectores eléctricos. ¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos.... No podía recordar nada más.
-Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo - dijo mi guía-. Mi nombre es Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues es una estación, el punto de partida de la Compañía de Tubos Neumáticos.
Yo había leído en un periódico un artículo que describía este extraordinario proyecto para unir Europa y América mediante dos colosales tubos submarinos. Un inventor había declarado que el asunto ya estaba cumplido. Y ese inventor, de apellido Pierce, estaba ahora frente a mí.
Traté de recordar todos los detalles de aquel artículo. Se necesitaron miles de kilómetros de tubos de hierro. Hicieron falta doscientos barcos para transportarlos e instalarlos. Una vez que todo estuvo ajustado, los viajeros entraban en una serie de vehículos que eran transportados de un extremo al otro del tubo por una fuerte corriente de aire.
- Pero, ¿cómo obtienen una corriente de aire tan potente?-pregunté.
-¡Absolutamente fácil! -respondió Pierce-. Todo lo que se necesita para obtenerla es una gran cantidad de turbinas impulsadas por vapor. Estas transportan el aire con una fuerza prácticamente limitada. De hecho, se consigue tanta potencia que el viaje es muy rápido. No llevaría más de dos horas viajar de un continente a otro.
Yo no sabía que pensar. ¿Acaso estaba hablando con un loco?... ¿O debía creer todas esas teorías fantásticas, a pesar de las objeciones que brotaban de mi mente?
-Muy bien -dije-. Aceptaré que los viajeros puedan tomar esa ruta de locos, y que usted pueda lograr esta velocidad increíble. Pero una vez que la haya alcanzado, ¿cómo hará para frenarla? ¡Cuando llegue a una parada todo volará en mil pedazos!
-¡No, de ninguna manera! -objetó el inventor, encogiéndose de hombros-. Mediante el simple giro de una perilla podemos accionar la corriente opuesta de aire comprimido desde el tubo paralelo y, de a poco, reducir a nada el impacto final. Pero, ¿de qué sirven tantas explicaciones? ¿No sería preferible una demostración?
Sin aguardar mi respuesta, Pierce oprimió un reluciente botón plateado que salía del costado de uno de los tubos. Un panel se deslizó suavemente sobre sus estrías, y a través de la abertura así generada alcancé a distinguir una hilera de asientos, en cada uno de los cuales cabían cómodamente dos personas, lado a lado.
-¡El vehículo!- exclamó el inventor-.¡Entre!
lo seguí sin oponer la menor resistencia. A la luz de una lámpara eléctrica, que se proyectaba desde el techo, examiné minuciosamente el artefacto en que me hallaba. Era muy sencillo: un largo cilindro, tapizado y con cincuenta butacas en veintiocho hileras. Luego de perder unos minutos en este examen, me ganó la impaciencia:
-Bien- dije-. ¿Es que no vamos a arrancar?
-¿Si no vamos a arrancar? -exclamó Pierce-. ¡Ya hemos arrancado!
Arrancado... sin la menor sacudida...¿cómo era posible?... Escuché con suma atención, intentando detectar sonido que pudiera darme alguna evidencia. Si en verdad habíamos arrancado y si el extraño inventor no me había mentido sobre la velocidad de los tubos, ya debíamos estar lejos, en las profundidades del mar, con el inmenso oleaje de cresta espumosa por sobre nuestras cabezas.
Luego de casi una hora, una sensación de frescura en la frente me arrancó de golpe del estado de somnolencia en que había caído. Alcé el brazo para tocarme la cara: estaba mojada.
¿Mojada? ¿Por qué estaba mojada? ¿Acaso el tubo había cedido a la presión del agua? Entonces entré en pánico. Aterrorizado, quise gritar... y me encontré en el jardín de mi casa, rociado por la lluvia que me había despertado. Simplemente, me había quedado dormido mientras leía el artículo de un periodista soñador referido a los extraordinarios proyectos, un soñador de apellido Pierce... quien a su vez, mucho me temo, también había sido soñado por mí.
Julio Verne
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